LA LECTURA
Entrevista

La futuromanía de Simon Reynolds: "El último coche de Elon Musk es ridículamente de ciencia ficción, casi una parodia del futuro"

El crítico musical recopila toda una vida de escucha en 'Futuromanía', un libro sobre la capacidad de la cultura pop para reinventarse. "No sé si la IA producirá un sonido distintivo"

El crítico musical británico y autor de 'Futuromanía' en Mantua, Italia, en 2017.
El crítico musical británico y autor de 'Futuromanía' en Mantua, Italia, en 2017.Leonardo Cendamo
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La música occidental siempre se ha caracterizado por la urgente necesidad de lo nuevo: repetir lo ya conocido se ha tenido por un signo indeseable de estancamiento, un atraso. El siglo XX ha sido un excelente ejemplo de esta pauta cultural: desde la ruptura con la tradición romántica en la música clásica a la agitación frenética de la cultura popular ejemplificada en el rock, hemos sentido durante largo tiempo un constante y acelerado shock del presente. Sin embargo, la idea de anticipación al ahora, y que se resume en la idea reversible del futuro de la música y la música del futuro, es mucho más nueva. Sus orígenes podrían rastrearse en Wagner en el siglo XIX -cuyos seguidores identificaron su búsqueda de la obra total como un «arte del futuro»-, con una réplica décadas más tarde en los futuristas italianos.

Pero, en realidad, el concepto de una música que se adelante a su tiempo, que sugiera un paisaje acústico irreal por su incongruencia temporal -una música tan fuera de lo conocido que, necesariamente, debe pertenecer al futuro-, sólo se intensificó a partir de la segunda mitad del siglo pasado, un tiempo positivo en el que la noción de progreso económico y científico invitaba a soñar con un mundo distinto, en paralelo al desarrollo de la tecnología que propició la música electrónica, el impulso heroico de la carrera espacial y el auge de la literatura de ciencia-ficción. Así comenzó a surgir una música que imaginaba robots que cantaban y extrañas máquinas que producían timbres de un brillo sólo comparable al cromado de una nave espacial, y que validaban aquella célebre frase de Arthur C. Clarke que afirma que cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

«De adolescente, antes de entrar a fondo en el punk», cuenta Simon Reynolds, el principal crítico de música popular de nuestro tiempo, y autor de libros de referencia sobre música electrónica, indie-rock y glam, «fui un lector ávido de ciencia-ficción; durante tres o cuatro años era lo único que hacía. Leí de todo: crítica del género, historia alternativa, civilizaciones alienígenas e imperios espaciales que tenían lugar tres mil o un millón de años en el futuro. Pero, sobre todo, lo que me gustaba era esa ciencia-ficción próxima que se situaba 25 o 50 años por delante de nuestro tiempo, que especulaba con catástrofes y en el que el mundo que conocíamos cambiaba drásticamente».

Reynolds (Londres, 1963), por supuesto, no estaba solo en esa obsesión. El ambiente musical de su adolescencia -marcado por la irrupción del punk y, sobre todo, su desarrollo anguloso y modernista en la escena new wave a la que dedicó uno de sus ensayos más celebrados, Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (Caja Negra, 2013)- también vivía, en gran parte, seducida por esa idea romántica y excitante del futuro. «Bandas como The Human League, Cabaret Voltaire o Throbbing Gristle eran muy fans de J.G. Ballard o Philip K. Dick, esa nueva ola de la ciencia-ficción de los 60 que se hizo más compleja a nivel psicológico, más perturbadora. Jimi Hendrix también estaba muy metido en el género». Lo mismo que David Bowie, Roxy Music o Joy Division, aunque nadie imaginó más generosamente un futuro de computadoras, robots y tecnología al servicio del avance humano que la banda alemana Kraftwerk, otra obsesión temprana de Reynolds. Y así, en su imaginación de crítico fue fermentando la idea de que existía lo que podría llamarse, copiando su propia terminología, un «continuum futurista» en el pop.

De eso trata su nuevo libro, Futuromanía (Caja Negra, 2024), una colección de ensayos sobre futuros imaginados a partir de la música moderna y, en especial, la que conecta íntimamente con el uso de los medios de producción electrónicos -sintetizadores, cajas de ritmo y samplers, pero también el controvertido Autotune- en escenas como el rave, el techno, el dubstep o el hip hop actual. Lejos de ser un tratado homogéneo, Futuromanía es en realidad una especie de libro modular -por usar un concepto ligado a la construcción de sintetizadores- que adopta formas distintas en cada país en el que se publica. La edición del sello argentino Caja Negra no es exactamente igual a la inglesa, y la inglesa difiere de la italiana, que fue la primera cuyo índice seleccionó Reynolds. «En Italia incluí bastante más material sobre música contemporánea, exploradores como Bernard Parmegiani o Joan LaBarbara, que no aparecen en la inglesa porque la historia emocional es distinta en cada país». En la edición en español, por ejemplo, desaparecen los artículos sobre el primer synth-pop inglés, la música industrial, un perfil del dúo sintético-pastoral Boards of Canada o la escena grime de principios de los 2000 que sí se pueden leer en inglés, pero en cambio hay piezas sobre el techno de Detroit, la IDM (intelligent dance music) de los 90 y el drum'n'bass, que pueden resultar más afines a nuestro mercado.

Lo que no difiere es la columna vertebral, que se articula a partir de piezas sobre la canción más futurista de todos los tiempos -I Feel Love, la producción de Giorgio Moroder y Pete Bellotte para la diva disco Donna Summer-, el pop enamorado de la tecnología de Kraftwerk o Ryuichi Sakamoto, el nacimiento del acid house, el retrofuturismo de Daft Punk y el maximalismo digital de la década de 2010, hasta llegar a un largo colofón que trata el uso de la música electrónica en el cine y la curiosa ausencia de referencias musicales imaginativas en la literatura de ciencia-ficción. Todo ello para revelar al final la idea de fondo más inquietante de Futuromanía: después de varias décadas de obsesión por el futuro, la cultura pop parece haber dejado de considerarlo un tema seductor.

«Para mucha gente joven, la imagen del futuro ahora tiene que ver con la crisis climática y la contaminación, cosas como los microplásticos o la acumulación de basura en el mar», razona Reynolds. «Se imaginan toda clase de escenarios terroríficos, y la antigua idea romántica del futuro en positivo parece que ahora sólo es exclusiva de multimillonarios de derechas. Si te fijas en el último coche que ha producido Elon Musk, es ridículamente de ciencia-ficción, casi una parodia de ciertas ideas sobre el futuro. Por supuesto, su objetivo es llegar a Marte. Las ciudades que quieren construir ahí, tanto él como Peter Thiel y otros ricos geniales, son como el sueño retro de un adolescente. Pero para la gente joven actual, el futuro se parece más a una catástrofe que a una utopía cósmica. Todavía tenemos cerca la pandemia del covid, un acontecimiento de ciencia ficción que ha transformado por completo la vida diaria. Es normal que ahora el futuro nos dé miedo».

¿Qué le da más miedo de ese futuro inmediato que pueda imaginarse ahora?
La inteligencia artificial. Hace unos años escribí un artículo en el que me planteaba si una IA podría hacer algún día mi trabajo. Mi tesis era que no. Hice una prueba, le pedí a uno de esos programas que escribiera algo con mi estilo, y el resultado fue bastante malo. Era como un trabajo que pudiera enviarme uno de mis alumnos, y que estuviera mal hecho. Pero hace poco, a modo de broma, mi esposa [la crítica de televisión Joy Press] le pidió a la nueva versión mejorada de ChatGPT que escribiera algo con mi estilo y con el suyo, y el resultado era inquietantemente mejor. Usaba palabras que yo podría haber usado, el análisis era moderadamente perspicaz, y aunque se notaba que no conocía la música de la que hablaba, la simulación del estilo era buena. Así que ahora pienso de manera distinta, y me preocupa bastante.
¿La aplicación de la inteligencia artificial a la creación musical también?
Ese es el tema que falta en el libro. Aún no he escrito ningún artículo a fondo. Es cierto que aparece citada Holly Herndon en el texto sobre la conceptrónica, y alguna cosa aquí y allá. Hay cosas que he escuchado que me han sorprendido, hay un artista que se llama patten que tiene un disco titulado Mirage FM que me gustó. También me interesó The Long Count, de un tal Debit, que es un trabajo en el que intenta reconstruir la música perdida de la civilización maya con IA. No sé si podría considerarse música con un toque de ciencia-ficción, pero sin duda es un uso creativo de una tecnología muy futurista. En este disco se escuchan voces muy raras, pero no sé si la IA ha creado, o va a ser capaz de crear todavía, un sonido distintivo como el del sintetizador. Está por ver.
Mucha gente se resiste a aceptar que una de las estéticas sonoras más estrechamente vinculadas al siglo XXI es el tratamiento de la voz con Autotune y otros softwares similares. El artículo incluido en Futuromanía es muy entusiasta.
Con el Autotune se han hecho cosas muy buenas y también mucha basura. Lo que me interesa de esta tecnología es que es omnipresente, está en todos los ámbitos de la música popular, no sólo en el hip hop y los sonidos urbanos, y en algunos casos se usa de forma muy extrema. Es un sonido mundial: se aplica en la música de la India, de Oriente Medio, del Caribe... Me gusta cuando lo que se busca es crear voces extrañas, que parecen casi alienígenas. Esto normalmente sucede en los estilos de extracción social más pobre, la música más callejera. En la música comercial, sin embargo, el Autotune se ha vuelto aburrido. De todos modos, creo que su apogeo llegó a finales de la década de 2010, y que ahora es cada vez más un sonido histórico. Es todavía la música que le gusta a mi hijo, aunque él también me dice que la tendencia actual en el hip hop es la de regresar a una voz más natural.
Su hijo, Kieran Press-Reynolds, está siguiendo sus pasos y se dedica también a la crítica musical. He leído cosas suyas y siento que la brecha generacional es amplia, para encontrar la música de la que habla hay que adentrarse en simas de internet muy profundas. Quería preguntarle, como periodista musical, qué está aprendiendo de él.
Aprendo mucho. Sobre todo detalles de subculturas que no comprendo, en las que la música se entrelaza con aspectos de la cultura digital, los videojuegos, TikTok y los memes. Es una música que celebra una cultura efímera. Hay un concepto que se usa mucho, brain rot [podredumbre cerebral], que es ese impacto que sientes cuando se te queda algo que es una tontería, y que tiene sentido durante un periodo de tiempo muy corto. La cultura pop de la generación de mi hijo está muy relacionada con las imágenes en internet. Pero, a la vez, percibo que los fundamentos son muy parecidos a los de nuestra generación. Es joven, le estimula escuchar cosas nuevas y raras, va a clubes y baila toda la noche. Le apasiona pertenecer a una cultura secreta que es toda una aventura. No veo nada diferente a lo que fueron las raves para mí, o antes la cultura disco, o la cultura mod. Y esta cultura tiene sus particularidades. El otro día me explicaba que los raperos de hoy no escriben textos, sino versos sueltos, que graban por separado. Luego los reorganizan en el ordenador, y por eso el trap me parece tan ilógico, sin una narrativa lineal. Pero para ellos tiene sentido.

FUTUROMANÍA

Traducción de Alejo Ponce de León. Editorial Caja Negra (colección Synesthesia). 416 páginas. 29 €

El título de Futuromanía hace referencia a otro de los grandes libros de Simon Reynolds, Retromanía (2012), un ensayo clave para entender la dinámica de la cultura de masas en el siglo XXI. Si alguna vez se ha preguntado por qué parece no haber originalidad en la música de los últimos años -y, por extensión, también en el cine y otros ámbitos de la creación popular-, el libro da las claves para entender por qué parecemos estar atrapados en un eterno revival, en el que la dinámica cultural se articula a partir de franquicias inextinguibles y la constante repetición de fórmulas conocidas de otros tiempos, una tendencia retro que comenzó a solidificarse alrededor del año 2000 y que, desde entonces, no ha hecho más que intensificarse. Esto ha permitido que, en los últimos años, varios pensadores como el difunto Mark Fisher -con quien Reynolds tuvo un estrecho diálogo intelectual en la época en que las ideas más novedosas sobre cultura pop se debatían en los blogs de internet- o Grafton Tanner han tratado a fondo conceptos como la nostalgia, la hauntology -la presencia inevitable de los fantasmas del pasado en la cultura del presente- o la resistencia de cualquier producto cultural a desaparecer, lo que el propio Tanner ha bautizado como foreverism [porsiemprismo].

«No he dejado de pensar en la tesis de Retromanía», comenta Reynolds, «porque el libro se ha ido publicando en diferentes países durante más de una década y he dado muchas entrevistas. Me han hecho preguntas muy difíciles, el debate sigue vivo, y he sido consciente de las fortalezas del libro, pero también de sus flaquezas». Según Reynolds, el marco retromaníaco para entender la cultura del siglo XXI se mantiene, pero es necesario introducir matices. «El primero es que la música sigue teniendo mucho sentido para la gente joven. A mi hijo mayor le gusta el rap raro, las subculturas de la música surgida de internet, y a mi hija pequeña una música más emocional, tipo indie/cantautor. Y me he dado cuenta de que en Retromanía me centré mucho en el sonido y la forma de la música actual, que en general es muy dependiente del pasado, pero no en el contenido y las emociones. Y esto es lo que pasa ahora: la música actual es muy tradicional en su forma, se vuelve al punk, al shoegaze, el rave, lo que sea, pero expresa emociones muy nuevas».

Reynolds, en definitiva, se resiste a caer en la tentación -muy extendida entre los supervivientes de la generación X- de pensar que la música ha llegado a su fin porque todo está inventado y sigue atento a los últimos movimientos de la música adolescente, aparentemente ilógica para alguien educado fuera del marco posmoderno, pero coherente en su funcionamiento interno. De la misma manera en que hizo un trabajo excelente explicando al sector rockista por qué la música electrónica de baile tenía su razón de ser y su valor en otro ensayo central, Energy Flash (Contra, 2014), Reynolds sigue atento a los cambios del presente, porque aunque ya no vivamos en una fantasía futurista, el propio cambio de la sociedad y la evolución de la tecnología siempre traen consigo cosas distintas.

«En los últimos años he estado dando clase sobre historia de la música -prosigue-, y he percibido que los jóvenes ya no tienen un sentido claro de la cronología. Todo está mezclado. Por ejemplo, una alumna aseguró en una disertación que Bob Dylan había recibido la influencia de Joni Mitchell. Y bueno, es un error, pero lo interesante aquí es que tienen una noción de la historia completamente revuelta, no saben cosas que a mí me pueden parecer básicas, pero luego saben mucho de cosas oscurísimas muy interesantes de las que yo no tengo ni idea. Saben un montón sobre músicos como Arthur Russell, y luego no les suena de nada Elvis Costello. La historia para mí es una línea ordenada, y para ellos es una línea que reordenan a su gusto, en la que todo está sucediendo a la vez. Su acceso a ella es a través de un archivo infinito en el que todos los tiempos son simultáneos, y esto se va a ir volviendo más y más extremo». En definitiva, si por algo resulta ahora inútil pensar en el futuro -y por eso Futuromanía es, paradójicamente, un libro que abunda en conceptos que ya son retro-, es porque el mañana existe a la vez que el pasado en un presente superabundante e inagotable.