Editorial
Otro chivo expiatorio de Sánchez
El ataque del Gobierno a las universidades privadas es sólo un pretexto para ocultar el descenso cualitativo que ha sufrido la enseñanza superior pública en los últimos años
El presidente del Gobierno tiende a anunciar iniciativas como si hubiera llegado al poder hace unos días y nada de lo que llevara ocurriendo desde 2018 tuviera que ver con él o con su Gobierno. El hilo conductor de sus revelaciones salvadoras suelen ser los polos de pensamiento crítico, como jueces y medios de comunicación. Ayer le llegó el turno a las universidades privadas, sometidas desde hace meses a una campaña de descalificación bien orquestada entre partidos de izquierda y medios afines y señaladas como actores de un mercado barato de titulaciones. Sánchez dijo ayer, literalmente, que «vamos a combatir el avance de centros privados que priman sin rigor y sin escrúpulos el negocio sobre la calidad. Esos chiringuitos que no cumplen el nivel que cabe exigirle a nuestra educación superior, dañando el conjunto del sistema». La indefinición de Sánchez en este diagnóstico sobre la universidad privada es calumniosa y, en su caso personal, hasta temeraria pues su relación con el asunto no es precisamente ejemplar, ni porque el mismo se licenció en un centro privado ni por cómo obtuvo su tesis doctoral –también en una privada– ni por la oportuna colaboración de su esposa con otra universidad también privada nada más llegar a La Moncloa, al margen de que luego Begoña Gómez hizo negocios particulares en la Complutense. Media docena de ministros también se licenciaron en centros privados.
Contando con tanto asesor presidencial resulta llamativo que el presidente Sánchez no tuviera a mano un resumen de la extensa y exigente normativa que se aplica para el reconocimiento de universidades privadas (un decreto de 2021, una ley orgánica de 2022), aunque, como presidente del Gobierno, debería preocuparle otra cosa: el estado de la universidad pública. El método de argumentación de la izquierda es así de simple: cuando un servicio público no se presta en condiciones, la culpa es del sector privado. Ha habido un crecimiento significativo de universidades privadas, es cierto, y no siempre transparente ni de calidad, pero no menor al incremento, en ocasiones artificioso, de universidades públicas. Ha aumentado la población universitaria española y también la extranjera, sobre todo europea, gracias a los programas Erasmus y los convenios de movilidad, y era necesario acoger su demanda. El sistema universitario en España es único, con centros públicos y privados, y desatar una campaña de desprestigio contra estos últimos es un pésimo favor a la proyección de nuestro país fuera de nuestras fronteras. Que la educación universitaria sea un servicio público no significa que sea monopolio del Estado.
La denuncia de Sánchez se vuelve contra su propio Ejecutivo, por pasivo, y no es más que el detonante de otro conflicto con la sociedad civil, gratuito e incendiario, para galvanizar a la izquierda. Lo que propone Sánchez es que el Gobierno tenga derecho de veto sobre nuevas universidades privadas, a costa de las competencias autonómicas y para propiciar un nuevo enfrentamiento con la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso. Mejor haría en preguntarse porqué la universidad pública no resulta atractiva para tantos miles de jóvenes que, bien informados, optan por la universidad privada. Si hay «chiringuitos», como dice Sánchez, actúe contra ellos. Entre tanto, el Gobierno tiene mucho trabajo con la universidad pública, que, en efecto, ya no cumple con la eficacia de antaño su función de «ascensor social», pero no por culpa de la eclosión de las privadas, sino por desistir, en muchos casos, de la exigencia al profesorado y de la excelencia en el alumno o por desalentar a los jóvenes y brillantes profesores, que ven como una quimera su carrera docente.
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